La Voz

 Hace ya algunos años adquirí un hábito que mantengo orgullosamente: asisto a terapia en una clínica antigua. Suelo ingresar por una puerta pivotante blanca ubicada en la parte sur del primer piso, camino por el pasillo lateral hasta el fondo y doblo a la derecha (donde suele estar ubicado el baño) allí me encuentro con una puerta marrón oscura de algarrobo, con marcos de acero galvanizado y una chapa con el número 369 sin otra inscripción. Sabiéndome único paciente, ingreso sin aviso, sin llamar a la puerta y sin necesidad de turno previo; una vez adentro, me recuesto apacible en el diván en un total aislamiento acústico y allí escucho la voz. Siempre se presenta con cautela ante mí, “¿Cómo se encuentra hoy, Alex?” pregunta, manteniendo cierta distancia típica del estado de abstinencia de todo psicólogo versado en psicoanálisis. “Bien” respondo yo, consciente de que ella conoce todo de mí, desde mi color favorito hasta el recuerdo menos grato que guardo en algún lugar de mi memoria.

Llegados a este punto, considero pertinente dilucidar que, como he dicho antes, es solo una voz: la voz de mi mente expulsada desde algún lugar de mi inconsciente (que yo considero una clínica antigua) hacia la realidad, ¡bah! A lo que la mayoría considera realidad. Pero antes de recibir por parte de ustedes un diagnóstico sofisticado acerca de la forclusión del significante, o algo aún más burdo detallado en el DSM IV, déjenme explicarles la situación.

Hace seis años, tres meses y cinco días, fui abandonado por la primera mujer que amé profundamente, la ruptura surge por sustitución: ella tenía desde hace tiempo en vista (y tal vez en acto) a otro hombre. Luego de unas semanas, habiendo atravesado ya la etapa de negación, ingresé en un abisal estado depresivo, transitaba los días (semanas y meses) bebiendo whisky y fumando cigarrillos. Hasta que cierto día en mi habitación, luego del primer trago y dos pitadas al pucho, la escuché: “¿Supone usted que es esa la manera correcta de enfrentar sus problemas, Alex?” paradójicamente el color de esa voz me era completamente ajeno, pero a la vez familiar, al punto de que ni siquiera tuve que indagar sobre su identidad, era la voz de mi consciencia. “¿Qué se supone que debo hacer?” pregunté. “Podrías, a partir de este momento, empezar a darte a vos mismo todo ese amor”. Esa misma tarde comencé a hacer ejercicio y en ningún momento ella me descuidó, conversamos sobre los finales rebuscados de algunos cuentos de Edgar Allan Poe, sobre las pistas de carreras que improvisaba de chico en el suelo del patio para mis autitos de carreras, sobre la posibilidad de que mi obsesión con hacer todo perfecto se debe a un recuerdo (tal vez traumático) de mi infancia: había realizado yo una maqueta de madera con un circuito de conmutadores de tres vías para encender un foco, una maestría de electricidad que llevó horas de trabajo y dedicación, y cuando se la mostré a mi papá, se echó a reír porque me había confundido el lugar de los cables. Lejos de encontrar su aprobación y orgullo por haber realizado magna obra con tan solo 8 años, recibí una burla.

Desde ese día y hasta hoy, suelo ingresar durante la vigilia o la actividad onírica a esa clínica añeja, transito hasta el fondo el pasillo y a la derecha me encuentro conmigo mismo, y mantengo conversaciones profundamente complejas mientras hago ejercicio en el patio.

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